Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior
Círculo de mujeres: encuentro del 27 de mayo de 2017
Amurallar el propio sufrimiento es arriesgarte a que te devore desde el interior (Frida Khalo)
En todas las vidas hay dolor, a veces este dolor viene en pequeñas dosis, repartidas a lo largo de los años, otras veces, se presenta concentrado e intenso y se nos hace insoportable.
En la vida de Frida Khalo el dolor estuvo presente desde el inicio hasta su marcha. Siendo niña sufrió una poliomelítis que afectó a una de sus piernas, su padre la animó a superar las dificultades de movimiento practicando fútbol y boxeo, es decir, afrontando el dolor de volver a ponerse en la vida actuando y de forma muy poco convencional pues eran actividades tradicionalmente no asociadas a las niñas.
Superado esto, ya en su reciente juventud comenzó a participar en movilizaciones estudiantiles y solía llevar pelo corto y vestir traje. El cuestionamiento del modelo estético femenino estuvo siempre presente en su obra y en su vida.
Muy joven sufrió un grave accidente que le produjo lesiones de columna y varios huesos rotos, tuvo que estar mucho tiempo postrada en cama y someterse a numerosas operaciones. Fue durante este tiempo de inmovilidad cuando empezó a pintar.
Las dolencias físicas y emocionales acompañaron ya toda su vida. Expresar el dolor era para ella algo incuestionable.
La figura de Frida Khalo en esta ocasión nos sirvió para hacernos preguntas: ¿Cómo nos relacionamos con el dolor? ¿Lo ocultamos o lo expresamos?¿Nos avergonzamos de sentirlo? Y si lo expresamos ¿nos escuchan o nos recriminan por ello?
Ocultar el dolor es pasarlo al cuerpo, convertirlo en síntoma. Negarlo es negarnos a nosotras mismas.
Pero si expresamos el dolor podemos ser recriminadas por ello, podemos sentirnos débiles, sentir que molestamos, sentir vergüenza o herido nuestro orgullo.
Muchas mujeres aprendieron a ocultar su malestar, ya sea físico o emocional y hay muchas razones para ello en cada biografía, pertenecemos a una cultura en la que acusar a los niños de “llorar como niñas” sigue siendo una práctica frecuente hoy día, este mensaje lleva implícito un diferente valor asignado a unos y otras, una jerarquización, un estigma y las mujeres que quieren estar en el mundo, presentes compartiendo espacios, gestión y poder, quizá asumiendo este modelo androcéntrico aún imperante, niegan su propio dolor, a veces para no parecer débiles, a veces para no molestar. Nos movemos entre el orgullo y la vergüenza.
Muchas veces el miedo es hacer del dolor el objeto de nuestra existencia, el sentido de nuestra vida. Conocemos personas que sólo desde la queja encuentran algo de escucha y su dolor se convierte en el centro de sus relaciones, porque sin él no saben comunicarse o porque sin él no reciben atención; es el caso de muchas personas mayores, especialmente mujeres, a las que se ha llamado “hiperfrecuentadoras” en atención primaria, mujeres que transforman sus emociones en dolores físicos pues al menos a éstos se les hace caso.
Porque también en el dolor hay categorías, el dolor emocional está peor visto, el físico tiene mayor prestigio, me puede doler el cuerpo y expresarlo pero si me duele el alma…
Pero mujeres y hombres sufrimos, nos duele el cuerpo, nos duelen las pérdidas, las deslealtades, los cambios impuestos, la incomprensión, las ausencias…
Los grupos de autoayuda funcionan, la amistad verdadera también. Los espacios para compartir y expresar nos ayudan a sanar aunque el dolor continúe, validamos, aceptamos y desde ahí podemos transformar.
Compartir el dolor es necesario, lo que popularmente se ha llamado “desahogarse” en psicología se llama “descarga emocional”, distintas formas de expresar lo mismo: hay que expresar el dolor, ponerle palabras, música, color y forma, validarlo y compartirlo.
¿Y qué pasa después del dolor? Que podemos seguir compartiendo lo que nos vaya trayendo la vida.